Ana María
Matute (1925–2014) ha mort a Barcelona als 88 anys, després d'una
llarga vida dedicada a la creació literària.
AnaMaría Matute Ausejo
(Barcelona, 26
de juliol de 1925
– Barcelona,
25 de juny de
2014)[
fou una novel·lista
catalana en
llengua
castellana, membre de la Real
Acadèmia Espanyola i professora convidada a diverses
universitats estatunidenques. Matute és una de les veus més
personals de la literatura
espanyola del segle
XX i és considerada per molts com la millor novel·lista de la
postguerra
espanyola.
“El bosque es para mi el mundo
que me ha fascinado desde la infancia, el espacio de la imaginación,
dónde aprendí que los vuelos de los pájaros escriben en el cielo
las palabras de donde han brotado todos los libros del mundo. El
bosque esconde la historia de todas las historias que siempre quise
contar...”
Ana María Matute Ausejo nació en Barcelona el 26 de julio de 1926, en el seno de una familia acomodada. Escribió su primer relato, ilustrado por ella misma, a los cinco años, tras haber estado a punto de morir por una infección de riñón. A los ocho años volvió a padecer otra enfermedad grave y la enviaron a vivir a Mansilla de la Sierra, Logroño, con sus abuelos. Se educó en un colegio religioso en Madrid. Su padre poseía una fábrica de paraguas, pero al estallar la guerra civil la vida de la familia quedó modificada.
Su primera novela, Pequeño teatro, la escribió a los diecisiete años, e Ignacio Agustí, director de la editorial Destino en aquel momento, le ofreció un contrato de 3.000 pts que ella aceptó, sin embargo, Pequeño teatro no se publicó hasta ocho años después. En 1949 quedó semifinalista del Premio Nadal. En 1952 se casó con el escritor Eugenio de Goicoechea. Su hijo, Juan Pablo, nació en 1954, y ella se separó en 1963, perdiendo la custodia de su hijo al que no pudo ver durante años por las leyes injustas de la época. De 1965 a 1966 Matute estuvo ejerciendo de lectora en Bloomington (Indiana) y en 1968 en Norman (Oklahoma).
Fue miembro de la Real Academia Española de la Lengua desde 1996. Miembro honorario de la Hispanic Society of America y de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese. Medalla de oro del Círculo de bellas artes de Madrid, 2005. Doctor Honoris Causa por la Universidad de León y medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, 2006.
En toda la obra de Ana María Matute pervive esta mirada protagonista infantil o adolescente que marca un distanciamiento afectivo entre realidad y sentimiento o entendimiento. Son obras que se inician con gran lirismo y poco a poco se sumergen en un realismo exacerbado. Las novelas de Ana María Matute no están exentas de compromiso social, si bien es cierto que no se adscriben explícitamente a ninguna ideología política. Partiendo de la visión realista imperante en la literatura de su tiempo, logró desarrollar un estilo personal que se adentró en lo imaginativo y configuró un mundo lírico y sensorial. Su obra resulta así ser una rara combinación de denuncia social y de mensaje poético, ambientada con frecuencia en el universo de la infancia y la adolescencia de la España de la posguerra.
Murió el 25 de junio de 2014, a los 88 años, dejando un libro póstumo: Demonios familiares.
Només hi ha una cosa millor que llegir
un llibre: escriure'l.
Dando por descontada la calidad de su obra y su compromiso con la escritura, la dignidad literaria y personal que la autora mantuvo hasta el final de su vida queda resumida en este decálogo del escritor que ella misma elaboró:
- El escritor nace, no se hace: es una cuestión de ser o no ser.
- Escribir es también una forma de protesta. Casi todos los escritores comparten el malestar con el mundo.
- Mientras haya un poeta, la poesía existirá.
- Maestros, modelos, estudios nunca estorban y pueden ayudar; pero no crean.
- Escribir es siempre muy difícil, sobre todo hacerlo de forma aparentemente sencilla.
- Lo “políticamente correcto” casi nunca es literario.
- Para un escritor, no hay universidad ni escuela que enseñe lo que enseña la vida.
- Escribir no es solamente una profesión y una vocación: es una forma de ser y de estar.
- Un libro no existe en tanto alguien no lo lea. Y nunca nadie lee el mismo libro.
- El día que yo piense que he escrito algo perfecto, estaré muerta (como escritora).
Pero
no nos equivoquemos: no todo es fantasía. Tal y como la propia Ana
María Matute dijo al despedirse en su discurso
de agradecimiento en la entrega del Premio Cervantes 2010:
INVENTORA DE MONS
“Qui
no inventa, no viu”
El nen no és un projecte d'home, el nen és un món total, tancat
com una esfera.
"Se están cometiendo muchos errores con los niños, se les está quitando la capacidad de imaginar, se les está quitando la isla desde muy niños, lanzándoles al mar. Cada vez dura menos la infancia, pero tampoco se logra a cambio una madurez. Son niños expulsados muchos de ellos, lo que yo llamo adolescentes con cara de náufragos. Hay mucho niño náufrago, adolescentes que a lo mejor ya tienen 40 años, pero no han sabido madurar. Se está educando muy mal. Les quitan la capacidad imaginativa. Por ejemplo, la televisión. No estoy en contra de ella, sino de su uso. Tampoco hablo de la violencia, un niño siempre lleva dentro la violencia, y si no le compran pistolas las fabrican con las pinzas: mis hermanos lo hacían. La televisión les ha hecho perezosos, se lo dan todo hecho, los personajes, las músicas, los colores. Entre el cómic y la tele lo tienen todo. La lectura en cambio es una fábrica de sueños. Yo de niña me imaginaba los personajes, las ciudades. Tenía una idea fabulosa de la ciudad de Copenhague por lo que leía en Andersen, y cuando realmente la conocí, encontré mi sueño. Había un ilustrador ruso del siglo pasado que nunca pintaba al protagonista, lo ponía de espaldas para que el lector lo imaginara. O sea, que si además de ver las películas de dibujos leyeran… Pero no, están amorrados a la televisión todo el día. Yo recuerdo que cogía libros de la biblioteca de mi padre y no entendía nada, pero lo inventaba a mi modo".
Ana María Matute
LOS
CUENTOS VAGABUNDOS
Ana María Matute
Ana María Matute
Pocas
cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento.
Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder
que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni
el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más
inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del
mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y
lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la
imaginación del oyente que por la palabra del narrador.
He
llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero
los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van
más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son
los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche,
suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra,
gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los
huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos
cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al
fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados.
Los
pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que
llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los
rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso
son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan.
Los
cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y
crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se
olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres
de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media
docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el
camino!
Mi
abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de la Niña de
Nieve. Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente
emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra
de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una
pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras
y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día
el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus
ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles
cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos
caminos, montañas arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes,
que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio
nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve,
y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi
abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la
casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor
que pudieron.» La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo,
para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía
perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra como el
hollín. Sobre ella la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo
seguía viendo, claramente, cómo el viejo campesino moldeaba los
pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi
abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el
corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un
mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de
nieve empezase a hablar... En labios de mi abuela, dentro del cuento
y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego,
que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la
noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor,
una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de
San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que
ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela
me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la
niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que
se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña
de nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda,
hasta derretirse. Desaparecería para siempre. «¿Y no apagaba el
fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela
no lo sabía. Sólo sabía que los ancianos campesinos lloraron mucho
la pérdida de su pequeña niña.
No
hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de la Niña de Nieve,
que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una
antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi
abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos,
calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas,
vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó
con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña,
con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la
cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros
que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde
brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer,
seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose
en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque,
bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días
para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano
bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo
tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los
días y a través de todas las tierras. Allí a la aldea donde no se
conocía el tren, el cuento caminando.
El
cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas,
en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe en la
garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria.
Se esconde en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la
oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y
aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los
carros, carretera adelante.
El
cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas
la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a
las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O
alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo
corazón de vagabundo.
FIN
Ana María Matute
La
màgia d'escriure existeix en la màgia de llegir,
gràcies per la teva màgia.
gràcies per la teva màgia.
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